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Noche de Ronda

Superman, Al Pacino y el ladrón de bicicletas

En la película “Heat”(1995) el policía Al Pacino y el delincuente Robert de Niro realizan un juego de gato y ratón por las calles de Nueva York en el cual Pacino lee la mente de De Niro y viceversa. A diferencia de otras películas de los noventa, como “Seven” (1995, tambien), en las que el poli bueno persigue al malo psicópata y poseído por el demonio, “Heat” me resultó reconfortante por la sensatez y la racionalidad de sus dos protagonistas. Pacino sabe adivinar el comportamiento de De Niro porque en el fondo piensa como él. No hay recursos a buenos ni malos. No hay fanáticos ni pecados mortales.

Todo esto es un preámbulo de una anécdota personal que –mientras se repiten las alertas multicolores en Nueva York sobre un mal invisible salvo por el turbante- me resulta reconfortante. Es una anécdota sobre un ladrón de bicicletas.

Es muy fácil comprar una bicicleta de segunda mano en Nueva York. Te venden modelos tradicionales –hasta hay algún Raleigh- por 70 dólares en el mercadillo de la calle 26 esquina Sexta Avenida. Y merece la pena. Es relativamente sencillo desplazarte en bicicleta por Manhattan siempre que tengas cuidado con los taxis amarillos. Es más, acaban de terminar un carril bici que da la vuelta a la isla y cruzar el puente de Brooklyn en bicicleta es una experiencia metafísica.

El único problema para el ciclista en Nueva York -a parte de los guardias del ayuntamiento que te paran en el Riverside Park para decirte que deberías llevar casco (y no fumar)- son los ladrones. Cuando compras una bicicleta en el mercadillo, te aconsejan que compres también una cadena “kriptonite”, de eslabones de diez centímetros de largo y tres de grosor, forjados de una aleación metálica irrompible hasta, se supone, para Superman. El candado color amarillo, por su parte, parece algún instrumento de tortura de Abu Ghraib. “Es lamentable pero es verdad”, anuncia el vendedor. Hoy en día, sólo la cadena “kriptonite” basta para las calles de Nueva York. Por eso la gente esta dispuesta a pagar mas por la cadena –“80 dólares aquí, 90 en la tienda normal”- que la bicicleta, te explica encogiéndose de hombros.

De noche, yo siempre uso la cadena “kriptonite” para sujetar la bici al valle de hierro forjado delante de mi apartamento. Pero de día he cogido la costumbre de dejarla sin protección alguna mientras voy de compras o tomo un café. A fin de cuentas, no estamos hablando de una “mountain bike” de 42 marchas, sino una bicicleta vieja que en el mercado de reventa no debe de valer más que 30 dólares. ¿Quién se iba a arriesgar a llevársela en una calle del centro de Manhattan a plena luz del día?

¿Quién se iba a arriesgar? El domingo pasado mientras compraba una camisa en Club Monaco en la Quinta Avenida, alguien se arriesgó. Dejé la bicicleta sujeta a una farola y cuando salí no estaba. “!What a fucking bastard!”, le dijo a mi hermano cuya bicicleta aun estaba contra la pared de la tienda. “Le tenía tanto cariño a esa bicicleta”.

Volvíamos caminando cabizbajos por la calle 21 cuando, a 50 metros de donde había dejado la bici, mi hermano paró. “Oye esta bicicleta se parece mucho a la tuya”. Y efectivamente, negra con el sillín cojín ergonómicamente moldeado en forma de dos nalgas, era mi bicicleta, sujeta a un andamio con una cadena “kriptonite”.

Tras intercambiar miradas perplejas, mi hermano y yo nos planteamos recurrir al NYPD, el departamento de policía y “orgullo de Nueva York” como se suele decir con sarcasmo. Pero ¿qué iba a decir el guardia si no tenía nada para comprobar mis derechos de propiedad?. Desde luego en el mercadillo de la calle 26 los recibos de compra brillan por su ausencia.

Luego se nos ocurrió un plan digno de Al Pacino. Si atásemos la bicicleta con la cadena “kriptonite” de mi hermano, el ladrón se encontraría ante el dilema de elegir entre perder su propia cadena “kriptonite” o soltar mi bicicleta. Dejamos una nota para añadir el peso de la ley al cálculo lógico de su interés propio.“Esta es mi bicicleta y tengo prueba de compra”, mentí. “¡Quite su cadena o llamaré a la policía!”, rematé. Colocamos la nota debajo del sillín y nos fuimos a casa.

A la mañana siguiente, como un pescador que vuelve a sus redes, regresé sigilosamente al lugar del crimen. Un “sin techo” se parecía peligrosamente a un ladrón de bicicletas y un trabajador de la construcción también. Cuando llegué al andamio encontré mi bicicleta igual que el día anterior pero ahora con una sola cadena y sin nota. Tras comprobar que la cadena efectivamente era la de mi hermano, la quité con llave y, pedaleando eufóricamente por las calles de Manhattan, hice balance.

Sin vernos nunca el ladrón de bicicletas y yo, habíamos, en un espontáneo experimento del dilema del prisionero, habíamos demostrado el poder de la razón frente al miedo irracional al mal desconocido. Y todo sin recurrir a las fuerzas del estado represor. Estaba tan extasiado que casi me pilló un taxi.

[ANDY ROBINSON - 07/06/2004 - 08.16 horas]

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